En esta casa no hay calendarios y en mi memoria
los hechos están hechos una maraña.
Me acuerdo de aquellos
calendarios grandes, unos primores,
ilustrados con imágenes de los santos,
que colgábamos al lado del tocador...
pero ya no hay nada de eso,
todas las cosas antiguas
han ido desapareciendo.
Y yo, yo también
me fui borrando sin que
nadie se diera cuenta.
Primero me cambiaron de alcoba,
pues la familia creció.
Después me pasaron a otra
mas pequeña aún,
acompañada de mis biznietas.
Ahora ocupo el desván,
el que esta en el patio de atrás.
Prometieron cambiarle
el cristal roto de la ventana,
pero se les olvido,
y todas las noches por allí
se cuela un airecito
helado que aumenta
mis dolores reumáticos.
Desde hace mucho tiempo
tenía intenciones de escribir,
pero me pasaba semanas
buscando un lápiz y,
cuando al fin lo encontraba,
yo misma volvía a olvidar
donde lo había puesto.
A mis años, las cosas se pierden
facilmente; claro que es
una enfermedad de ellas,
de las cosas, porque estoy
segura de tenerlas,
pero siempre se desaparecen.
La otra tarde caí en cuenta
de que mi voz también
ha desaparecido.
Cuando les hablo a mis nietos
o a mis hijos, no me contestan.
Todos hablan sin mirarme,
como si yo no estuviera con
ellos escuchando atenta lo que dicen.
A veces intervengo en la conversación,
segura de que lo que voy a
decirles no se le ha ocurrido
a ninguno y les van a servir
de mucho mis consejos.
Pero no me oyen, no me miran,
no me responden.
Entonces llena de tristeza,
me retiro a mi cuarto
antes de terminar de tomar
la taza de café.
Lo hago así, de pronto,
para que comprendan
que estoy enfadada,
para que se den cuenta
que me han ofendido y
vengan a buscarme
y me pidan perdón.
Pero nadie viene.
El otro día les dije que
cuando me muriera entonces
si me iban a extrañar.
El nieto más pequeño dijo:
¿Y es que estas viva, abuela?.
Les cayo tan en gracia,
que no paraban de reír.
Tres días estuve llorando
en mi cuarto, hasta que
una mañana entro uno
de los muchachos
a sacar unas llantas viejas y
ni los buenos días me dio.
Fue entonces cuando me convencí
de que soy invisible, me paro
en medio de la sala para ver
si aunque sea estorbo,
me miran, pero mi hija sigue barriendo
sin tocarme, los niños corren
a mi alrededor, de uno a otro lado,
sin tropezar conmigo.
Cuando mi yerno se enfermó,
tuve la oportunidad de serle útil;
le lleve un té especial que
yo misma preparé.
Se lo puse en la mesita y
me senté a esperar que se lo tomara.
Sólo que estaba viendo televisión y
ni un parpadeo me indicó que
se daba cuenta de mi presencia.
El té poco a poco se fue enfriando.
Mi corazón también.
Un viernes se alborotaron
los niños y me vinieron a
decir que al día siguiente
nos iríamos todos el día de campo.
¡Me puse muy contenta!
¡Hacia tanto tiempo que no salía
y menos al campo!
El sábado fui la primera
en levantarme. Quise arreglar
las cosas con calma.
Los viejos nos tardamos
mucho en hacer cualquier cosa,
así que me tomé mi tiempo
para no retrasarlos.
Al rato entraban y salían de
la casa corriendo y echaban
las bolsas y juguetes al coche.
Yo ya estaba lista y muy alegre
me paré en el zaguán a esperarlos.
Cuando arrancaron y
el coche desapareció
envuelto en bullicio,
comprendí que yo no estaba
invitada, tal vez porque no
cabía en el coche o porque
mis pasos tan lentos impedirían
que todos los demás corretearan a
su gusto por el bosque.
Sentí clarito como mi corazón se encogió,
la barbilla me temblaba
como cuando uno no aguanta
las ganas de llorar.
Antes besuqueaba a los chiquitos;
era un gusto enorme el que
me daba tenerlos en mis brazos,
como si fueran míos.
Sentía su piel tiernita y
su respiración dulzona
muy cerca de mi.
La vida nueva se me metía
como un soplo y hasta
me daba por cantar
canciones de cuna que
nunca creí recordar.
Pero un día mi nieta Laura,
que acababa de tener un bebé,
dijo que no era bueno que los ancianos
besaran a los niños por
cuestiones de salud.
Ya no me acerque más, no
fuera a ser que les pasara
algo malo por mis imprudencias.
!Tengo tanto miedo de contagiarlos!
Yo los bendigo a todos y les perdono,
porque:
¿Qué culpa tienen los pobres de que
yo me haya vuelto invisible?
Nunca descuides a tus mayores,
son quienes te han criado,
fortalecido, amado, cuidado,
han dado todo por ti, con miles
de sacrificios han sabido estar
siempre que los has necesitado.
Es muy triste ver como situaciones
de estas, suceden a diario en
muchos hogares y no, no merecen
que se les trate como seres invisibles.
Gracias a ellos, estamos aquí,
gracias a ellos hemos aprendido,
gracias a su amor incondicional
hemos tenido la suerte de ser
quienes somos. Y recuerda,
lo mismo que siembras, cosecharás.